El sonoro rugir de los tacones y su eco sordo son un intenso afrodisiaco. Si a esto le sumas el contoneo suave pero agresivo de un par de glúteos bien formados y vestidos con ropa ajustada, elegante y provocativa, entonces el momento se transforma y eriza la piel. Y pero cuando además, quien produce este destello flamígero es tu amada o querida esposa, entonces aquello transmuta en un autentico vapuleo erótico.
Y si aunado a todo esto existe la premisa de que tu querida o amada esposa se dirige a un encuentro furtivo con ‘alguien’ que por supuesto no eres tú, entonces este vapuleo erótico y destello flamígero, toma inmensurables proporciones caóticas.
Y cuando la miras apresurar el paso, alejándose de ti, sin percibirte, para acercarse a una figura quieta que la espera y que al recibirla no hace otra cosa distinta a rodearla con sus brazos, besarla en la boca larga y apasionadamente mientras con sus manos recorre su cuerpo de arriba hacia abajo hasta llegar a sus nalgas bien formadas y paradas, entonces el frenesí es alucinógeno.
Más todavía te exaltas cuando observas que es ella quien no desea separarse de aquel cuerpo candente que la sostiene y manosea. Ella, intensa, lo abraza, al tiempo que lo besa.
Al fin hablan, sin soltarse mutuamente. No deben ser más de 100 palabras pues el juego erótico comienza de nuevo y más caliente aun, pues ves las manos de él desaparecer para posicionarse sobre los enormes senos que sabes muy bien ella posee. El se la come a besos, le besa el cuello y la jala del cabello y ella, ardiendo, se deja dominar, se entrega a él y tu estallas, casi, pues sabes que ese es solo el principio y que lo que sigue, seguramente no lo verás.
Momentos después, los observas caminar pegados como muéganos, cogiéndose mutuamente de las nalgas, hacia ti; jugueteando, riendo.
Tú te escondes, y retrocedes, solo para mirar como ambos se meten al coche de ella. Lo encienden y se van.
Y ese día no la vuelves a ver ni a saber nada de ella por las siguientes 4 horas o más, hasta que llega a casa, cansada –dice-. Tú sabes que viene cogida y recogida. Intentas abrazarla y besarla. Ella se deja, desganada, te dice que 'no en ese momento', que tuvo un día difícil.
Tú sientes el pito tan duro como cuando en el mismo estacionamiento la mirabas siendo poseída por un ‘fulano’.
Sabes lo que pasa por su mente.
Debe venir llena de gozo, contenta, satisfecha. Le preguntas que hizo, pues es demasiado tarde. Ella, molesta y hastiada, te contesta: ¡No seas estúpido! He estado trabajando. Tuve muchas cosas que hacer y algunos problemas.
Entonces le preguntas que por qué no te avisó. Y ella te dice que te estuvo marcando pero que la llamada la mandaba directamente al buzón. Tú sigues excitado y decides seguirla interrogando. ‘No puede ser’ –dices- ‘Incluso yo mismo te estuve marcando y tu teléfono sonaba y sonaba'. Ella no contesta. Te pregunta si has hablado con los niños, que están a kilómetros de distancia con los abuelos, tus suegros. Le dices que ellos están bien, que ya quieren que los alcancen allá. Y mágicamente, ella desvia la conversación.
Sabes muy bien que no habrá otra oportunidad como esta para seguirla interrogando, para orillarla a que confiese o cometa un error. Pero te sientes excitado. La recuerdas en los brazos de esa persona y te sorprendes al no sentir rabia o cólera. ¡Es impresionante!.
Mientras la observas, quitándose la ropa, y mientras admiras su bien trabajada figura, la sigues recordando en la escena aquella. Y te sonrojas. Te doblegas. Le ofreces un café. Ella te pide un Whiskey.
Y el tiempo pasa. El momento se va, dejando a su paso, una estela de humo con aroma afrodisiaco, como el sonido de los tacones, con olor a infidelidad. Con sabor amargo, como el chocolate que es amargo.
Y entonces adviertes unas marcas en su espalda, mientras se pone en pijamas. Marcas sugerentes, largas unas, cortas otras. Y piensas que debes ser un búho para poder identificar esas marcas en la tenue luz de la recamara. Y te maldices por no haber puesto el foco que hace falta. Y tan solo de imaginar la manera en que ella obtuvo tal insignia, suspiras y sientes tu envenada verga soltar un ligero chisguete sin fuerza.
Las marcas desaparecen, con la prenda de franela que ella se pone. Le da un trago a su Whiskey y te pregunta: ¿Y tú, que hiciste? ¿A dónde fuiste a perder el tiempo? Y le dices que regresaste a casa de la oficina. Que no hiciste más que ver la T.V. y ella sonríe, maquiavélicamente, como si pensara: Es un pendejo.
Entonces se recuesta en la cama y tú haces lo propio. La rodeas con tus brazos mientras ella prende la tele. Y tú te acercas a besarla pero ella se separa y te dice: Ve a lavarte la boca. Hueles a cigarro. Comete un chicle. Tú sonríes y le dices que ella también huele a cigarro. Ella dice: Yo no me huelo. Mejor no te acerques. No estoy de humor.
Y el día cierra vertiginosamente para ti. Sabiendo que ella se revuelca fuera de casa, como una perra, como una puta.
Y sabes que eres un pendejo, un cornudo, un débil que no se atreve a reclamarle. Pero te consuelas pensando en que le reclamarías si quisieras, si tan sólo ese día no hubieras descubierto cuanto esto te excita.